Mi madre, con flores de tela en el pelo y los pezones tiesos, me aprieta con fuerza contra su cuerpo. Estamos las dos sobre una toalla de colores algo desteñida, y bastante húmeda, en una playa casi desierta. "Venga, mi niña", me dice al oído, "No tenga frío: su mamá la cobija".
Hay un hombre joven que entra y sale de casa al que me veo obligada a llamar papá. Es muy alto, altísimo, tanto que casi no conozco su cara. No recuerdo que nunca me haya tenido en brazos.
La mesa está puesta y la comida servida. Estamos esperando a alguien que no llega. De pronto mamá dice "enseguida vuelvo" y se encierra en el cuarto de baño. Oigo como maldice, llora, estrella un frasco de perfume contra el suelo. Tengo hambre. Hundo la cuchara en el plato de sopa y trato de pensar en otra cosa.
El Monstruo duerme profundamente. La noche anterior nos hemos acostado muy tarde, los dos bastante pasados de alcohol y drogas. Abro la nevera buscando leche para el desayuno. Encuentro medio limón, una lechuga algo mustia, dos yogures caducados y cuatro botellas de agua, una de ellas a medio consumir. Si quiero despertarlo con el almuerzo tendré que salir a comprar cualquier cosa ya hecha. Cuando voy al cuarto de baño y me miro en el espejo descubro que tengo un moratón considerable en el pómulo derecho. No recuerdo nada, salvo que me ha follado más de una vez de forma salvaje.